martes, 10 de septiembre de 2013

Calle River Street 99 (99 River Street, Phil Karlson, 1953)


       
        Lo primero es una incógnita: tras ver la película volví a repasarla y no encontré ninguna referencia al título en la misma. O se me escapa algo, o es que había un montaje original que sucedía en tal dirección o es un juego de palabras anglosajón.
De todas maneras, la película está jugando al despiste del espectador todo el tiempo: vemos un combate de boxeo para nosequé campeonato con un tal Driscol. Enseguida nos damos cuenta que es una grabación de TV que el propio implicado contempla lamentando su derrota. El antiguo boxeador ahora es un humilde taxista. De lo poco que conserva de su fracasada carrera pugilística está su señora esposa: una decepcionada corista que no esperaba fregar platos. Driscol intenta convencerla de que vendrán tiempos mejores, Pauline no parece tan segura.
Pero la chica, la femme fatale, tiene un plan: un ladrón de joyas que la va a convertir en millonaria rumbo a Río. Y Driscol será su coartada. Parece que el plan se tuerce un poco porque los pilla en pleno besuqueo. Airado, vuelve al bar que frecuenta para ahogar sus penas.
En esto que llega una amiga suya con cara de verdadera angustia. El taxista le pregunta qué le pasa: “He matado a un hombre”. Ambos llegan al lugar del crimen, un teatro donde iba a realizar una prueba. Pero todo se torció cuando intentó aprovecharse de ella y acabó con el productor tirado en un charco de sangre. “No te preocupes, enterraré el cadáver en una zanja que conozco. Hazme caso, hay cosas peores: como que alguien te mate un poco cada día”. (¿!?) Tras esto el cadáver se levanta y el resto de espectadores aparecen: todo ha sido una farsa para que la chica consiguiera el papel. Driscol responde con ira. Esto es la gota que colma el vaso, primero descubre que su mujer se la pega con otro, y ahora le engañan como a un idiota. Sale a golpes de allí.

                                                                    Políticamente incorrecto

Luego le avisan desde la central que su mujer pide que la recoja en un bar. Esta es una estratagema del novio ladronzuelo para acusarlo. Pero lo que no se huele Pauline es que va a terminar asesinada y con su cadáver colocado en el taxi de Driscol, lo que lo convierte en principal sospechoso. A partir de aquí, tiene que escapar de la policía, detener al ladrón para probar su inocencia, evitar a los prestamistas que van detrás del criminal y enamorarse de la actriz que va a ser su principal aliada. Muy difícil.


Edward Small fue uno de los productores independientes más activos durante los 40 y 50. Siempre trabajó en el otro Hollywood, el de serie B: presupuestos ajustados, rostros poco conocidos pero directores y guionistas entusiastas. Sabía hacer un producto atractivo y morboso, lo suficiente para que no se notara demasiado la modestia de la propuesta.
Este mejunje narrativo de trama sobre trama funciona a medio gas, tiene actuaciones correctas (alguna harto delirante: Evelyn Keyes, que interpreta a la actriz amiga de Driscol, está patética, literalmente), diálogos sentenciosos y un clímax mal apaciguado. Hay escenas meritorias con un evidente atractivo: la escenificación en el teatro, el intento de seducción en el bar del puerto. Y una atmósfera asfixiante: tugurios, tan americanos, llenos de humo y malas compañías. Por supuesto, la violencia y la misoginia son elementos del cocktail. Y mención aparte merece el edulcorado final, un happy ending fuera de lugar.

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